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Crónica: Adicción a Internet - Ángeles Anael Olguín

 

Mi mejor aliado, mi peor enemigo

Principios del 2020

  El reloj acaba de marcar la medianoche. La gente sale a las calles para lanzar fuegos artificiales al cielo y dar la bienvenida al nuevo año 2020. Ellos visten prendas blancas - dicen que es de buen augurio - y oyen música alegre al máximo volumen. Yo los observo a través de la ventana del hospital, con las manos dentro de los bolsillos de una campera negra y el pitido del equipo médico de fondo.

  Mamá reposa en la camilla, a escasos centímetros de mí. Sé que si estiro mi mano podría tomar la suya. Pero también sé que, por más fuerza con que la sujete, eso no impedirá que se vaya. El cáncer la retiene por el otro brazo y es más fuerte que yo. Papá salió de la habitación hace un rato. Siempre dice que no soporta verla así. Seguramente está deambulando por los pasillos, lanzando algún que otro insulto inaudible al aire o insistiendo a los médicos con que ‘aún se debe poder hacer algo’.

  Un par de notificaciones entrantes me invitan a revisar mi celular. Me coloco los auriculares y las abro. Es YouTube, que comparte conmigo una serie de videos publicados por esas personas de las que ya hasta me he encariñado pues, después de todo, son las que más me han acompañado estos meses. Pulso el botón para comenzar a reproducirlos y allí están: sonriéndome, una vez más, como ya nadie a mi alrededor lo hace. Ellos me desean un feliz año nuevo. Son los únicos que lo hicieron.

  Han pasado unos minutos. Tal vez unas horas. Quizás diez o quince videos. Mi papá se ha acostado a dormir en un sillón, sin dirigirme una palabra. Entretanto, los youtubers me cuentan bromas, curiosas anécdotas de fin de año e interesantes reflexiones sobre los días transcurridos. Aunque también hay quienes juegan algunos de mis videojuegos favoritos o elaboran un top con 10 curiosidades sobre un tema aleatorio. Todos me hacen sentir increíblemente bien. Todos son bienvenidos. Sin embargo, tanto color, brillo, melodías y risas se consumen repentinamente; cuando veo a mi padre levantarse de pronto y llamar a los hombres de batas blancas, que ingresan con prisa a la habitación. Bloqueo la pantalla. Él me mira y sus ojos destellan enfado. “¡¿Tenías puestos los auriculares?! ¡¿Cómo no vas a escuchar nada?!”. Recién entonces percibo el continuo sonido de la máquina a la que se encuentra conectada mamá. Ella luce más pálida que nunca.

2020

  Oigo la voz del presidente a lo lejos. Ya me acostumbré a su tono monótono y aburrido. Desde que el virus se expandió, el jefe de estado se hace presente continuamente, a través de nuestro televisor. Me aferro a la almohada y respiro profundo… junto valor, como cada día. Mis párpados se levantan lentamente y mis pupilas se dirigen hacia la ventana con pereza. Afuera ha oscurecido. He perdido otra vez. Hoy iba a intentar despertarme temprano, pero realmente no pude. Cada vez que pretendo hacerlo, siento como si una gran roca me aplastara y me inmovilizara por completo. Tampoco funcionó ayer. No sé si lo intentaré de nuevo mañana. Lo único que sé es que perdí contra mí mismo. Y se siente mal ser tan débil como para que eso ocurra. Aunque aún me queda una oportunidad de ganar. Todavía tengo tiempo para superar un par de niveles en mi juego. Parece que es difícil, mas yo puedo hacerlo, y esa será mi victoria.

  Rodeado por las mantas que me protegen del julio invernal, tomo mi celular y me dispongo a abrir la aplicación. Mi padre dice que es ridículo que pase tanto tiempo jugando partidos de fútbol inexistentes en una pantalla, que debería tomar una pelota real y entrenar de verdad. Pero, con el aislamiento, el club se encuentra cerrado y sería aburrido lanzar un pase hacia una pared gris. Además, jamás había jugado tan bien como ahora, que puedo participar en cada competencia sin tener que esperar a que el director técnico decida sacarme de la banca y darme una oportunidad.

  Voy avanzando rápidamente, ganando medallas y juntando trofeos. Estoy seguro de que nadie tiene tal colección como la mía. Incluso he desbloqueado los mejores jugadores y equipos nacionales. Se siente muy satisfactorio. Entonces, mis oídos se percatan de un ruido que proviene del exterior y se sobrepone a la hinchada de mi público. Deben ser las nueve de la noche. Los vecinos salen a aplaudir a los hombres de batas blancas, esos que no salvaron a mamá… aunque tal vez podrían haberlo hecho, si tan solo yo hubiese prestado atención a los signos vitales… si los hubiese llamado a tiempo… si hubiese sido un buen hijo.

  Un conjunto de recuerdos insoportables asaltan mi memoria. La luz pálida del sanatorio, el chirrido de la camilla, el olor de las mil flores que enviaron y lo frío del cajón de madera. Mis ojos se llenan de lágrimas y siento quedarme sin respiración. No quiero pensar más. No quiero pensar nunca más. Ingreso rápidamente a TikTok, mi confiable auxilio que, en tan solo segundos, logra calmar mi cerebro.  Mis latidos vuelven a su ritmo normal. Lo único que me estresa ahora es contemplar cómo la batería se agota lentamente. Debo cargar mi celular. Es temprano y aún queda toda una noche por delante. No tengo sueño y definitivamente no está en mis planes quedarme en soledad nocturna. O, más bien, junto al insomnio y mis aterradores pensamientos. Necesito conectarme un rato a Internet y desconectarme de esta maldita realidad.

2021

  Llevo ya un cuarto de hora escuchando la historia que me cuenta mi amigo… Bueno, en realidad la leo en un hilo de Twitter… y, la verdad, no es un usuario que conozca en persona… pero hace más de un año me intereso en todo lo que publica sobre su vida y creo que puedo considerarlo un amigo. Al menos, a él le importo más que a los de mi clase, y siempre indica que le gusta cuando comparto uno de sus mensajes. Precisamente estoy por hacer eso mismo, apenas descubra el final de la aventura que narra en esta oportunidad. No me falta mucho cuando siento cómo el celular me es arrebatado de las manos. Con inmediatez, me levanto de la silla, dispuesto a detener a quien sea que haya tenido la pésima idea de hacerlo. Aprieto mis puños con rabia y me preparo para recuperar lo que me pertenece, pero me detengo ante la mirada asustada de la profesora. “A dirección”, logra decir apenas.

  No sé cuánto tiempo llevo esperando en el pasillo. Me paseo a lo largo y ancho del patio, conteniéndome de ingresar a la oficina y tomar el dispositivo de una u otra forma. Allí, el director recita un discurso cargado de quejas y sermones, que mi padre escucha en silencio. No entiendo bien qué es lo que tanto les molesta a las autoridades de la escuela. Dicen que no presento las tareas desde el año pasado, pero no saben que mis fuerzas apenas me permiten permanecer despierto. Dicen que no presto atención en clases, pero no saben cuánto me cuesta el hecho de asistir a ellas. Dicen que me cuesta relacionarme con el resto, pero no saben cuántos amigos tengo en redes sociales.

  No sé qué es lo que esperan de mí. Tampoco sé quién podría preferir ese nefasto mundo al que quieren someterme, antes que este maravilloso universo que he descubierto a través de mi pantalla portátil. Nadie en su sano juicio lo haría. O, al menos, nadie en mi situación. ‘¡Hiciste todo mal!’, dice la maestra al corregir mis exámenes; ‘es un fracasado’, les oigo proclamar a mis compañeros. Al contrario, en mi videojuego puedo leer un enorme ‘eres un ganador’, y mis contactos de Facebook e Instagram reconocen que soy muy divertido.

  Aunque mi padre no argumenta nada de ello. Él simplemente asiente con su cabeza, sin intenciones de defenderme. Se despide del director y me avisa que me llevará a casa. De camino, en el auto, no puedo dejar de pensar en que no me ha regresado mi celular. Lo tiene en el bolsillo derecho de su abrigo, quizás piensa que no lo he notado. Sé que lo mejor es esperar a que él mismo recuerde dármelo y no insistir por mi cuenta. Solo tendré que guardar silencio ante sus palabras de reproche y luego podré volver a la comodidad virtual. Mientras tanto, el cuerpo me tiembla. Supongo que la paciencia nunca fue lo mío. No puedo exigirme mucho, sabiendo que las llaves de la felicidad - de mi felicidad - se encuentran allí, a escasos centímetros de mí. Tanto que, si estiro mi mano, podría tomarlas. Así como podría haber tomado la mano de mamá una última vez, llenarla de caricias y recordarle que la amaba; aferrarme a ella y obligarla a quedarse conmigo, o irme a su lado.

  Llegamos al domicilio y los recuerdos insoportables siguen invadiéndome. Quiero quitarlos de ahí lo antes posible. Mi padre comienza su descargo, con voz grave y pausada. Me rechinan los dientes de sólo pensar cuántas notificaciones deben estar acumulándose mientras tanto… Cuántos videos, chats y juegos podrían estar sacándome de este mar de sufrimiento. El monólogo acaba, por fin, y no puedo ocultar mi emoción al acercarme para tomar el teléfono móvil. Sin embargo, él me detiene y anuncia con firmeza: “no lo vas a usar por una semana”.

  Siento cómo mi corazón da un vuelco. Este hombre ha enloquecido y, peor aún, quiere enloquecerme a mí también. ¡¿Una semana?! ¡Siete días sin mi celular! ¡Siete días repletos de soledad, tristeza, miedo y auto-desprecio! Siete días que se sienten como un eterno y oscuro abismo frente a mí, al cual no sé si podré sobrevivir. Comienzo a transpirar y acaricio mi estómago, donde se ha formado un nudo. Pienso alternativas posibles y recuerdo una vieja computadora en mi habitación. Eso bastará. Será el pequeño barco que me evite ahogarme hasta atravesar ese vacío injustamente impuesto.

  Corro a buscarla, revuelvo un par de objetos que llevo tiempo sin usar y allí la hallo: mi salvadora. Limpio el polvo que la cubre y presiono el botón para encenderla. Se dibuja un logo en la pantalla y una sonrisa en mi rostro. Mi padre me ha seguido. Contempla el panorama y empieza a emitir exclamaciones que no oigo, ya que estoy ocupado instalando las aplicaciones que requiero para vivir.  Se encuentra casi todo listo, cuando un cartel advierte una situación incluso más grave que el quedarse sin batería: ‘no hay redes WiFi disponibles’.

  Sin perder un segundo, me dirijo hacia la sala de estar para así revisar el router. Para mi sorpresa, mi padre ya se encuentra allí. En sus manos, los cables se presentan como evidencia del crimen que acaba de cometer. “Tenés que parar esto”, me dice el hombre que en tres años sólo me ha mirado realmente dos veces: la primera, para culparme por la muerte de mamá; la segunda, para sentenciar la mía. No lo permitiré. No dejaré que me quiten la única luz que alumbra mi oscuridad. Con toda mi ira contenida, arremeto contra él y trato de conectar el aparato. Mi padre intenta evitarlo, pero lo empujo con fuerza y cae al suelo. Su rostro horrorizado probablemente refleja el mío. Suelto el router y huyo sin mirar atrás. Perdí a mamá, perdí a papá y me perdí a mí mismo. Atravieso la puerta de entrada y me lanzo hacia la calle, sin que nada me importe ya… ni siquiera el vehículo que diviso por el rabillo del ojo. Lo último que escucho es una bocina ensordecedora.

  Despierto alumbrado por esa palidez que me persigue desde el primero de enero del 2020. Reconozco muy bien el lugar en que me encuentro. Todo sigue igual que hace dos años, aunque esta vez soy yo el que reposa en la camilla. Me duele un poco el cuerpo y tengo recuerdos confusos de los últimos días, pero en general siento una especie de paz física y mental. Me parece que estoy bajo el efecto de sedantes.

  A través de la pequeña abertura de la puerta, me llega la voz de papá. No está deambulando por los pasillos, ni lanzando insultos inaudibles. Mas sí está conversando con una mujer. Apuesto a que ella viste una bata blanca.  “No tiene una adicción”, afirma la médica y prosigue con sus explicaciones: “Al contrario de algunos especialistas, existimos quienes creemos que no puede llamársele así debido a que el organismo no genera una verdadera dependencia a Internet. Se trata más de algo psicológico, que puede superarse con acompañamiento psicoterapéutico. No obstante, sí constituye una señal de alerta pues puede ocultar problemas mayores”.

  Mientras la dama menciona la depresión, la ansiedad y el déficit de atención, yo no dejo de mirar hacia la mesa ratona situada en una esquina. Sobre ella, descansa el mejor de mis aliados y el peor de mis enemigos. La pantalla parece rota. Ahora que lo pienso, creo haberlo tomado del suelo tras atacar a papá. Sufrió el impacto del choque, al igual que yo. Sonrío ante la particularidad de que, de hecho, ya no me importan las notificaciones que se han acumulado en él, ni mis amigos de redes sociales, ni mis logros en los videojuegos. Cierro mis ojos y lo único en que puedo pensar es en el sonido que emite la máquina conectada a mi cuerpo. No tengo auriculares y puedo oír claramente cómo los pitidos se aceleran mientras mi corazón se ralentiza.

  Ya nada importa. Después de todo, mi celular se ha apagado y creo que yo también lo estoy haciendo. La blanca luz de la lámpara de techo me llama. Mamá está allí. Esta vez tomaré su mano. Esta vez la sujetaré con fuerza. Esta vez no la perderé.


Ángeles Anael Olguín

 

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